EDITORIAL


Recuerdos
de Navidades pasadas

Foto Andreotti


Navidad 1929
Fue mi primer discurso en público. Le debo a la vieja tía Mariannina -nacida en 1854, papalina intransigente-, en cuya casa había nacido y vivíamos después del triste paréntesis de Segni (pequeña ciudad al sur de Roma), el conocimiento y la práctica de las más bellas tradiciones navideñas romanas. Entre ellas estaba también la posibilidad de subir al púlpito de la iglesia del Araceli para recitar la poesía de Navidad. El año anterior me había colocado en la cola, pero cuando llegué a la escalera no tuve el valor de subir. Aquella vez, sin embargo, todo fue bien. Recité con cierto éxito, sin equivocarme, y al final casi me dolía tener que bajar.

El hallazgo del cuerpo de Aldo Moro

     Otro acontecimiento ligado a la Navidad tenía lugar en san Andrés del Valle -la iglesia de la Tosca, aunque no lo sabía-, donde exponían bajo el altar mayor a los personajes del grupo central del pesebre, de dimensiones gigantescas. Íbamos normalmente el 5 de enero para ver también los Reyes Magos, por los que el pueblo romano tenía particular devoción, hasta el punto que se acostumbraba a incluir el nombre de uno de ellos en la pequeña lista del acta bautismal de los hijos. Nunca supe quién fue mi Gaspar, pero he mantenido la tradición también con mis hijos.
     En cambio no me atraía la ruidosa plaza Navona, aunque no me disgustaba darme una vueltecita por los tenderetes. Pero fue suficiente oír sólo una vez el jaleo de la noche de la Beffana (la figura que en Italia deja los regalos a los niños en la noche de Reyes) para asociarlo a las cosas desagradables.
     A veces me he preguntado por qué esta figura, que con sus regalos hace soñar a tantos niños, ha de ser presentada como una mujer feísima, ceñuda y montada en una escoba. Hoy, por lo demás, en la era de los electrodomésticos, si la tradición hubiese durado por lo menos volaría montada en una aspiradora.

El papa Juan Pablo I con el cardenal Wojtyla

Navidad 1978
Navidad horrible. Se cierra el año más dramático de mi vida, por la irremediable tragedia de Aldo Moro. No pienso en las consecuencias políticas de aquel hecho ni en las polémicas que siguieron sobre la posibilidad de conjurar el asesinato. Me estremezco al pensar en la familia, a la que Aldo dedicó desde la prisión sus palabras más conmovedoras. Cuando en los últimos años de la FUCI (Federación Universitaria Católica Italiana) se nos presentaron a algunos de nosotros las primeras oportunidades de compromiso público, Aldo se resistió durante mucho tiempo, considerándolo casi una traición hacia la vocación de los estudios. Tras esta atroz derrota, ¿he de decir que tenía razón? No puedo. Es cierto sólo -leo en mi diario, de donde saco esta nota- que sin su valiente moderación los equilibrios ahora se desbocarán.

Navidad 1993
La primera Navidad como acusado. Pongo mis cinco sentidos en comprobar si recibo el mismo número de postales y telegramas para felicitarme las fiestas. Las cuentas salen, e incluso tengo la sensación de que han aumentado ligeramente, con muchísimas cartas llenas de cariño y comprensión. ¿Cómo hacer para contestarlas? Siempre lo he hecho personalmente, porque detesto la extendida costumbre de dejarlo en manos de la secretaria, con el resultado de ver que tratas de usted a personas que conoces desde la infancia. Pero ahora tengo un problema nuevo: si respondo como de costumbre a personas que ni conozco, corro el riesgo de "mantener correspondencia" con algún sujeto dudoso. Hasta ese momento no lo había pensado. Quizá puedo adoptar una fórmula como: "Aun no teniendo el gusto de conocerle, le deseo igualmente felices fiestas". Es una expresión típica del estilo diplomático vaticano, que termina la carta de manera polivalente: "Con toda la estima que S.V. merece". Que la estima sea poca o mucha es algo que queda sin especificar.