Y llegó la primavera

 

Los recuerdos del presidente honorario de la Fiat de aquel 18 de abril de 1948. Tras el antagonismo, incluso duro, de los diferentes grupos se vislumbraba la vitalidad de un país que expresaba su deseo de construir, su voluntad de ser protagonista

 

por GIOVANNI AGNELLI

 

Giovanni Agnelli en 1948, joven alcalde de Villar Perosa, cerca de Pinerolo

     El recuerdo que conservo de Turín antes de las elecciones del 18 de abril de 1948 es el de una ciudad que participaba intensamente de las ansias, esperanzas y temores dominantes en un país que por primera vez iba a poner a prueba su democracia.
     El medio siglo que ha transcurrido hace difícil narrar la realidad que nos rodeaba y que he vivido no sólo a través del observatorio industrial de la Fiat, sino también como joven alcalde de Villar Perosa, pequeña ciudad cerca de Pinerolo.
     Puede decirse que, por un lado, se percibían las grandes energías, individuales y colectivas, que se estaban moviendo para que las fábricas volvieran a la producción; por el otro, la pasión y la militancia política parecían invadir todos los ambientes: hasta los lugares de producción se habían transformado en foros de debate público, a menudo desgarrados por el espíritu partidista.
     La Fiat ocupaba el centro del escenario social turinés, debido a sus dimensiones inusitadas en el contexto de la economía italiana. Todos los días manifestaciones políticas interrumpían la vida normal de los talleres y repartos. Bajo la dirección aún unitaria de la Confederación General Italiana de Trabajadores (CGIL), los conflictos entre los militantes de la izquierda comunista y socialista y los del movimiento cristiano-social se volvían cada vez más duros. La unidad sindical, que resistió aún algunos meses a los resultados de las elecciones de abril de 1948, se disolvería el verano siguiente, cuando los desórdenes a raíz del atentado contra Togliatti culminaron en la ocupación de la fábrica de Mirafiori y en el "secuestro" del profesor Valletta, presidente de la Fiat.
     El recuerdo de aquellos días y meses me trae a la memoria, como he dicho, una mezcla de expectativas y temores. No cabe duda de que fue una época de grandes esperanzas, privadas y públicas. Con el fin de la guerra veíamos ante nosotros el objetivo alcanzable de una sociedad más grande, más próspera y más libre que aquella en la que habíamos crecido.
     Quien vivió aquellos días, mucho más si era un joven entre los veinte y los treinta años, sabe que todos sentíamos un potencial enorme de energías, que esperaban ser liberadas. Pero muchos -más de los que se creía, como demostrarían los resultados electorales- percibían también la amenaza cercana del comunismo soviético, que podía perjudicar definitivamente nuestras perspectivas de desarrollo.
     No puedo por menos que recordar la influencia que ejercieron entonces el modelo y el mito de América. Los más previsores entreveían la ocasión excepcional que los Estados Unidos iban a ofrecer a Europa mediante el Plan Marshall. Las ayudas americanas no significaban solamente el auxilio que los más ricos de los vencedores llevaban a los derrotados o a aquellos que más habían sufrido durante la guerra: eran una invitación a los europeos para que, dejadas a un lado las ruinas del conflicto, se reconocieran como parte de un destino común, que iba más allá de los resultados militares y diplomáticos. El Plan Marshall era la solicitación a construir un futuro capaz de prometer bienestar y libertad para todos.
     Estas fueron las razones de nuestro atlantismo y las bases de la confianza con que mirábamos los años por venir. Pero sobre estas expectativas arrojaban una sombra amenazadora el antagonismo entre los bloques y el radicalismo que éste determinaba en la lucha política en Italia.
     A veces casi pareció que una línea sutil dividía la manifestación de las pasiones y convicciones políticas del peligro de una recaída en un nuevo periodo de guerra civil, aún más devastador que en el pasado. Grecia, otra área crítica en el tablero del Mediterráneo tras la división del mundo en bloques contrapuestos, nos lo recordaba continuamente; y ciertamente su experiencia sirvió de aviso para Italia.
     Por otra parte, siempre me he preguntado si de verdad Togliatti pensaba ganar las elecciones del 48. Siempre lo he considerado un político demasiado astuto para creer que infravalorara la entidad del voto moderado, y en particular, la aportación que a este voto iba a dar el electorado femenino que por primera vez participaba en la elección del Parlamento. Quizás el entusiasmo de los militantes del Frente Popular, convencidos de su victoria electoral, pudo no haber tenido en consideración este dato; no creo, en cambio, que el líder comunista se hiciera muchas ilusiones. En cualquier caso, Togliatti transformó el resultado electoral no favorable en una ocasión para poner en marcha un fuerte arraigo del PCI en la oposición y la gradual transformación cultural del partido, que le iba a garantizar un influjo estable en la vida política italiana.
     En cualquier caso, la exasperación del enfrentamiento político no hizo que se olvidara nunca la existencia del gran depósito de recursos del que disponía Italia. Tras el antagonismo, incluso duro, de los diferentes grupos se vislumbraba la vitalidad de un país que expresaba, a veces de manera confusa y contradictoria, su deseo de construir, su voluntad de ser protagonista.
     A distancia de cincuenta años, cuando no sólo se han calmado las pasiones de aquel año, sino también su eco, es casi obligatorio hacer un balance positivo del año 1948 y de sus acontecimientos decisivos.
     Esto no hay que atribuirlo al hecho, reconocido por los mismos intérpretes de la izquierda, que la elecciones sirvieran para mantener a Italia firmemente unida a la parte del mundo donde existían conjuntamente las condiciones de libertad y del desarrollo económico.
     Si podemos mirar con ánimo sereno y por fin apaciguado lo que simboliza en la memoria histórica el 18 de abril de 1948, es porque esta fecha fue para todos los italianos -tanto para los que eligieron el centro de De Gasperi como para los que votaron por el Frente Popular- un momento fundamental de nuestro proceso de educación a la democracia y sus procedimientos. Los que ganaron las elecciones supieron asumir la responsabilidad del gobierno, mientras que los derrotados supieron aceptar el resultado y emprender una gran revisión de la cultura y de la política de la izquierda.
     Así el 18 de abril del 48 puede por fin verse como lo que fue efectivamente: una etapa crucial en la consolidación democrática de la República y de su crecimiento económico y social.