Declaración cristológica común de la Iglesia católica y la
Iglesia asiria de Oriente Tras la condena por parte del tercer
Concilio ecuménico celebrado en Efeso en el 431, los grupos nestorianos, prohibidos por
el Imperio, se fueron hacia los confines orientales, a las regiones bajo el control de
Persia. La Iglesia asiria de Oriente, que hoy cuenta con cerca de medio millón de fieles,
hunde sus más profundas raíces en aquella antigua diáspora nestoriana.
En
noviembre de 1994 una declaración cristológica común, firmada por el obispo de Roma
Juan Pablo II y por Mar Dinkha IV, patriarca de la Iglesia asiria de Oriente, confirmó
que respecto a la doctrina sobre Jesucristo no existe diferencia entre la Iglesia
católica y esta pequeña aunque antiquísima Iglesia de Oriente. La declaración común
asume como base las definiciones pronunciadas por el cuarto Concilio ecuménico celebrado
en Calcedonia en el 451, que hizo suya la famosa carta enviada por el papa León I a
Flaviano, obispo de Constantinopla.
"Su
Santidad Juan Pablo II, obispo de Roma y papa de la Iglesia católica, y Su Santidad Mar
Dinkha IV, Catholicos-Patriarca de la Iglesia asiria de Oriente, dan gracias a Dios, que
les ha inspirado este nuevo encuentro fraternal.
Ambos
lo consideran un paso fundamental en el camino hacia la plena comunión que habrá de
restablecerse entre sus Iglesias. En efecto, pueden, de ahora en adelante, proclamar
juntos ante el mundo su fe común en el misterio de la Encarnación.
Como
herederos y guardianes de la fe recibida de los apóstoles, tal como fue formulada por
nuestros padres comunes en el Símbolo de Nicea, confesamos un sólo Señor Jesucristo,
Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, el cual, llegada la
plenitud de los tiempos, descendió de los cielos y se hizo hombre para nuestra
salvación. El Verbo de Dios, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, por la
potencia del Espíritu Santo, se encarnó adquiriendo de la Santa Virgen María un cuerpo
animado por un alma racional, con la que él quedó indisolublemente unido desde el
momento de su concepción.
Por
ello nuestro Señor Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, perfecto en su
divinidad y perfecto en su humanidad, consustancial con el Padre y consustancial con
nosotros en todas las cosas, excepto el pecado. Su divinidad y su humanidad están unidas
en una única persona, sin confusión ni cambio, sin división ni separación. En él se
ha preservado la diferencia de las naturalezas de la divinidad y la humanidad, con todas
sus propiedades, facultades y operaciones. Pero lejos de constituir "otro y
otro", la divinidad y humanidad están unidas en la persona del mismo y único Hijo
de Dios y Señor Jesucristo, el cual es objeto de una sola adoración.
Cristo,
por consiguiente, no es "un hombre como los demás", al que Dios adoptó para
residir en él e inspirarlo, como pasa con los justos y los profetas. El es el propio
Verbo de Dios, engendrado por el Padre antes de la creación, sin principio en cuanto a su
divinidad, nacido en los últimos tiempos de una madre, sin padre, en cuanto a su
humanidad. La humanidad a la que la Bienaventurada Virgen María dio nacimiento fue
siempre la del propio Hijo de Dios. Por esta razón la Iglesia asiria de Oriente eleva su
plegaria a la Virgen María como "Madre de Cristo nuestro Dios y Salvador".
Según esta misma fe, la tradición católica se dirige a la Virgen María como
"Madre de Dios" y también como "Madre de Cristo". Reconocemos la
legitimidad y exactitud de estas expresiones de la misma fe y respetamos la preferencia
que cada Iglesia les otorga en su vida litúrgica y en su piedad.
Esta es
la única fe que profesamos en el misterio de Cristo. Las controversias del pasado han
llevado a anatemas pronunciados contra personas y fórmulas. El Espíritu del Señor nos
lleva a comprender mejor hoy que las divisiones que de ello nacieron eran en gran parte
debidas a malentendidos.
Sin
embargo, prescindiendo de las divergencias cristológicas que ha habido, hoy confesamos
unidos la misma fe en el Hijo de Dios que se hizo hombre para que nosotros, por medio de
su gracia, nos hiciéramos hijos de Dios. [...]
Viviendo
de esta fe y estos sacramentos, las Iglesias católicas particulares y las Iglesias
asirias particulares pueden, consiguientemente, reconocerse recíprocamente como Iglesias
hermanas. Para ser plena y total, la comunión presupone la unanimidad por lo que se
refiere al contenido de la fe, los sacramentos y la constitución de la Iglesia. Puesto
que esta unanimidad, a la que tendemos, no ha sido alcanzada todavía, no podemos por
desgracia celebrar juntas la eucaristía, que es el signo de la comunión eclesial ya
plenamente restablecida. [...]".
Roma, 11 de noviembre de 1994 |